El árbol baobab
¿Recuerdas esa noche que le tomaste de la mano? ¿Esa noche que la miraste a los ojos, y entre jugueteos, le diste el primer beso? Yo nunca la olvidaré. Porque entonces algo intrínseco salió a flote, algo que por lo menos yo me había guardado. Fue como esa noche que la ví, en la playa, anidando...
Sí, todo comenzó con una molestia, con un enojo, con una discusión. Y es que de pronto hay cosas que uno no soporta, ese simple hecho de quererle tomar el pelo a uno, esa manera de ver cómo te chingas al otro. Sin embargo, de manera inconsciente, eso preparó el camino. Y en efecto, lo hizo de manera mágica, de manera que no lo esperaba: supo diferente.
La noche era una más, el cansancio de las salidas pasadas nos invadió por un momento. Aunque claro, cabe destacar que en efecto, siempre teníamos en mente aquello, encontrar finalmente una tortuga marina, algo que nos alentara a seguir en el viaje al que nos habíamos embarcado. Algo que nos recordara esa magia que nos impulsó, aunque por dentro, desconociéramos el cómo íbamos a reaccionar.
El sonido de la moto se vio envuelto por el chocar de las olas. La noche, una vez más, lucía espléndida. El camino estaba libre de moscos, chaquistes o algo parecido. Esa noche sólo llevábamos con nosotros más esperanzas. Fue entonces que la escuché, la sentí.
Su respiración era obvia y nos detuvimos. Bajamos con cuidado y nos acercamos a ella, era una tortuga golfina de aproximadamente un metro de longitud. Cubierta de arena colocaba con cuidado los huevos de sus descendientes que jamás conocería. Sonreímos, estábamos emocionados de ver el espectáculo y saberla ahí. No lo sé, quizá cuando vea a mi primer hijo nacer, vuelva a experimentar el mismo sentimiento. Con cuidado recolectamos sus 138 huevos, tan pequeños como una pelotita de golf. 138 huevos de los que desconocíamos cuántas tortugas saldrían hacia el mar, cuántas otras llegarían a la edad adulta, y sobre todo, cuántas volverían.
Su réspiración era fuerte, constante, profunda. Me acerqué a sus ojos y lo corroboré, se veían sus lágrimas, aquéllas que le protegían de la sal, de la arena. Eso a mí no me importaba, para mí eran lágrimas, y sus suspiros, eran un esfuerzo tremendo que la habían sacado del mar. Ahora, en nuestras manos, teníamos a sus descendientes, a sus hijos. Después de acariciarla, de verla, de estar con ella, llegó su partida, su viaje de regreso, su despedida...
Por mi cabeza pasaron tantas cosas. El mar, la noche, las estrellas; quería gritar, pero la garganta se me había cerrado. Quería decirle adios, pero mi voz seguramente sonaría entrecortada. Fue como tomarla de la mano, como verle a los ojos y repetirle cada que podía: Te quiero tanto, de verdad. Entonces me moví junto con ella, me acerqué y me metí al mar hasta donde pude. Le estaba diciendo adios, le estaba agradeciendo tanto por este momento; aunque ella, no lo supiera.
Fue así que todas las cosas, el viaje, los momentos, los gastos, y demás, tomaron el significado que deseaba. Fue entonces que esa misma frase que mencioné al inicio, que ese plan que no tenía entre mis manos, tomó sentido y me supo diferente, me supo tan bien. Y es que a su partida, en medio de ese mar bajo la noche estrellada, quería tanto que me llevara con ella; aunque sí, hoy que lo pienso, ella, ella siempre se quedó conmigo...
Dedicado a los 8 hermanos que me acompañaron en ese viaje a Chiapas, a esos 8 hermanos que compartieron conmigo esa magia. A todos ustedes, nunca los olvidaré.
Por
Enrique Figueroa Anaya
Kiosko
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