El árbol baobab
Es chistoso, pero cada vez que la veo me recuerda la alegría que solía tener cuando llegó a la ciudad. Hoy parece que el tiempo no ha pasado en vano, y con él, tristeza y desolación le han dejado. Antes sonreía, saltaba y jugaba; hace tiempo cuando apenas venía del campo ilusionada a vivir en la gran ciudad, observaba maravillada los enormes edificios, el gentío y los cientos de vendedores. Estaba atrapada, sabía que ese era el lugar que le habían contado una y otra vez.
“Verás una avenida preciosa, custodiada por imponentes edificios que culminarán en un hermoso castillo surgido del más bello cuento de hadas. Si caminas con cuidado verás hermosas estatuas; la más bella seguramente una bañada en oro que descansa sobre un enorme pedestal. Esa es la memoria a los héroes que hace años nos dieron patria.” Esas eran las palabras que se grabaron eternamente en la memoria de aquella niña que solía sonreír…
Hoy la veo y me recuerda su antigua felicidad; sin embargo, no deja de acongojarme el pensar que ya no es más feliz. Todo comenzó cuando salió a caminar en el lugar de los palacios. Su cara llevaba una hermosa sonrisa; de su mano derecha sobresalía una colorida canasta donde llevaría la mercancía a vender en el mercado. Todo eso cambió. Todo eso acabó. Justo esa tarde que salía de trabajar había sido asaltada. Al día siguiente intentó enfrentarlo y nuevamente era asaltada…
Hoy han pasado ya muchos años de aquellos primeros días en la ciudad. Aprendió a ser más reservada y a ocultarse en la multitud. Aprendió a desconfiar y a ignorar. Aprendió a gritar y a golpear. Y sí, olvidó a sonreír… La ciudad la había vuelto más fría. La ciudad le había enseñado a aprender de la gente. Subía al metro y sujeta de los barrotes veía las caras de los demás. Para ellos, ella no existía. Al inicio, muy al principio, solía sonreírles. Aprendió que en medio de una gran ciudad era tan sólo un fantasma. No importaba lo que expresara. En el vagón del metro parecía que los sentimientos habían muerto.
De vez en cuando regresaba a su casa y veía las hermosas fotos en el campo. Se acordaba del olor de la primavera y de la frescura de los ríos; añoraba la sombra de un enorme árbol. Se sentaba entonces y no prendía radio, ni televisión. No leía el periódico ya que lo único que veía en esos medios era tristeza y dolor. Prefería ignorarlo y olvidarse un poco de lo que sucedía para no entristecerse más. A veces salía, pero ya no era lo mismo. Emprendía el mismo camino que recorrió la primera vez que llegó; solo que ahora ya no había magia.
Un día, aquél de quien menos se esperaba algo, fue quien le devolvió por un día en la ciudad, un poco de alegría. Caminaba con rumbo al mercado como todos los días, siempre precavida y armada con un cuchillo por si algún ‘vivo’ le atacaba. La mirada estaba perdida pero a la vez sus sentidos estaban atentos. De pronto sucedió. Ahí lo vio ella. Era pequeño, si acaso unos 5 años. ¿Qué sucedía? ¿Por qué de pronto se detenía? La respuesta era clara y sólo una… Ese niño, por vez primera en su larga estancia de 4 años fue el primero que le sonrió en la gran metrópoli.
Hoy aunque no la muestre, sabemos que la sonrisa está oculta en lo más profundo de su corazón. Que cuando la necesita sale a la luz. Que esa esperanza se resume en ese niño.
“¡Gioconda! ¡Gioconda!”, le gritan a lo lejos.
Enrique Figueroa Anaya
Kiosko
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