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El día que dejé de preguntar...

El árbol baobab

-Qué suerte que es domingo- pienso.

Volteo a ver la hora de mi despertador y siento la boca seca. Necesito un vaso con agua pero me da flojera levantarme por él. Sin embargo la sed me vence y lo hago...

Al hacerlo me asomo por una ventana de mi cuarto que da a una escuela. Ahí vive una familia.

-¡Te dije que dejaras de preguntar estupideces!- gritaba una señora a un pequeño que lloraba.

Me quedé frío. Me senté.

Y es que me acordé de aquellos días en los que siempre preguntaba algo. ¿No te pasaba? Que cuando veías un artefacto nuevo cuestionabas para qué servía, si veías un museo lo mismo, si veías a una persona que estaba triste (si eras muy curioso o chismoso como yo, si le podemos llamar así), que por qué estaba triste...

Más pequeños ni lo ejemplifico, porque eran días en los que todo nos era nuevo, en lo que cada salida o cada pequeño descubrimiento nos impactaba. Aún me acuerdo de ese día en el que aprendí a usar la bici, o el día que aprendí a nadar, es más, me acuerdo del primer día que vi el mar...

Sin embargo, conforme va pasando el tiempo todo nos parece común...

-¡Deja de llorar!- volvía a gritar la señora.

¿Pero cómo es que de pronto todo se nos vuelve tan común?

Vemos el mar y pensamos que es grande, puede ser peligroso si está picado, y si no, es buen lugar para meterte a nadar. ¡Pero no te vayas tan profundo! ¿Acaso ya nos es tan común pensar en todas las especies marinas que ahí coexisten? Existen muchísimas de ellas que no conocemos.

Vemos al cielo y lo vemos nublado, cuando detrás de esas enormes nubes hay muchas estrellas de las cuales ya casi no nos cuestionamos. Y si vemos una hormiga nos da igual, intentamos matarla y ya; cuando en realidad es sorprendente ponernos a pensar en su forma de organización y su asombrosa fuerza.

No se qué día dejé de hacerme preguntas, pero seguramente cuando fui creciendo me sentí más sabio. Sentí que ya no había más que aprender. Que ya nada me asombraba. Y es que creo que eso es un problema terriblemente grande. Porque al perder esa capacidad de asombro, de algún modo nuestra vida se vuelve monótona y aburrida: porque ya sentimos que lo conocemos todo.

-¡Deja de gritarle a ese niño! ¡No es su culpa que quiera aprender y vivir!-

El silencio se hizo para pronto llenarme de una serie de recordatorios familiares. Mi madre fue la más mencionada. Sin embargo tenía que decirlo y me reí por dentro.

Ahora me hacía una pregunta. ¿Por qué hice eso?

Por
Enrique Figueroa Anaya
Productor Kiosko

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